Mucho se ha escrito sobre la importancia de la lectura desde muy temprana edad, sobre el valor incalculable de los libros, o, más bien, de los buenos libros. Los hay quienes decimos que no son pocos los libros que de verdad han logrado cautivarnos y transformarnos, dotándonos de una comprehensión de la realidad, de nosotros mismos, que difícilmente hubiéramos adquirido de otra forma.
Nací y crecí en un país sin librerías, sin bibliotecas, ni periódicos. Un contexto ideal para la incultura y el analfabetismo. A medida que fui creciendo caí en la cuenta de que los libros en realidad no interesaban. No interesaba crear centros decentes dotándolos de buenos maestros y de buenas bibliotecas. No era un interés de primera magnitud, por ejemplo, normativizar las lenguas locales con el propósito de poder escribir e incluso traducir a nuestras lenguas los grandes libros de ayer y de hoy. Poder contar nuestras historias con la fuerza de la palabra, con el poder del papel. Tener algo que decirnos a nosotros mismos.
La mayoría de los pueblos africanos que, como el mío, han experimentado el horror y la barbarie de la colonización, sufrimos y vivimos hoy en lo que algunos llamamos una «cosmovisión fragmentada». Vivimos en una especie de presente sin ningún asidero más allá de la improvisación, el desconcierto, la especulación, y unas ansias de libertad que nunca son colmadas. En la mayoría de las veces no recordamos nuestro pasado y, en las otras, no comprendemos nuestro presente. Los procesos de descolonización en la práctica han resultado ser un cambio de «color» en las estructuras de poder, pero no de concepción.
Recuerdo que leí mi primer libro a los 9 años, «Las aventuras de Vania el forzudo» del alemán Otfried Preußler, en 3° de primeria, en el pequeño colegio de la aldea de mi pueblo, Moka, al Sur de la Isla de Bioko. ¿Cómo había llegado tal libro a mi aldea? Lo desconozco, aunque con el tiempo descubrí que fue gracias a la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). Mis maestras de preescolar y mis maestros de primaria me enseñaron a leer como buenamente sabían o pudieron.
Me hubiera gustado leer más libros antes de los 9 años, y muchísimos más antes de los 16. Está claro que la parte del mundo donde el azar te hace nacer condiciona enormemente el desarrollo de todas tus potencialidades. «Las aventuras de Vania el forzudo» me enseñó lo que era la valentía y la determinación. Podemos decir que me enamoré de la lectura desde ese momento. Ojalá los políticos de todo el mundo apuesten decididamente por la educación, por el conocimiento que se encuentra en los libros. ¡Y que nunca falten maestros que enseñen a leer!
¡Feliz Día del Libro!
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